Hay un ciudad, otrora pueblo, en la rivera del Golfo de México, cómo
tantos otros hermoso. Nautla es el lugar donde nací. Es un lugar
paradisiaco, siempre y cuando no haya norte, de manera el clima
cambia a viento frio y rachas con velocidades que se llevan nuestro
cabello, por eso se debe de sujetar perfectamente. La abuela decía
que teníamos que agarrarnos el pelo como mogote.
Dice la abuela que conoció a una tal Nahui, no sé sí referia a una
alucinación, o a una persona. La abuela nunca creyó en chaneques,
ni nada por el caso. Pero dice recordaba a una amiga de México, de
allá de la ciudad. La abue gustaba caminar hasta la playa Maracaibo,
cerca de la barra. Decía que las tardes le recordaban a aquella
mujer. Qué la conoció tomándose una fotos encuerada, que así la
mantuvo en su mente, mucho tiempo.
Incluso la visitó por allá, en México, donde tenía muchos gatos.
Un barrio de muchas pulquerías. Mi abuela la visito unas veces,
nunca me preciso el número, solo sé que la visitó tantas veces que
siempre me recordó que nunca olvidaría sus ojos verdes. Me decía
que sus ojos verdes era un fulguración de la vida, nunca entendí,
pero lo que sí supe es que era algo más que calentura. La abuela
era muy seria con esas cosas.
Se casó aquí, en su natal Nautla, apenas tenía los 10 años. Se
casó con Don Casimiro, el señor que manejaba el camión de los
ultramarinos. Por lo que mi abuela conocía desde Casitas hasta
Cordova muy bien, así como de Valle de Palmas hasta Veracruz. Pero
dice que le daba muy mala vida. Se casaron después que la desvirgó,
la abuela caminaba cerca de la carretera, nomás vio pasar un camión
como el diablo. Paró. Bajo del bólido un señor gordo, no le dijo
nada más, el gordo le dio un cachetadón que solo la despertó el
dolor de la entrepierna.
Después, todo pasó rápido. Le pidieron la mano a la bisabuela que
vendía cordeles los domingos en el mercado de Nautla. La bisabuela le
dió tremenda moquetiza a la abuela. Qué porque andaba de caliente.
El Don Casimiro, nomás la trajo consigo un mes después de casados.
Luego ni se acordaba de la abuela, que un día le dijo que no más de
aquello, ya le había pasado bichos y cosas a la entrepierna.
Don Casimiró murió en una curva rumbo a Veracruz. Todos dicen que lo
mató algún amante celoso, ¿quién puede saberlo? Ese señor lo
hacia todo a la mala, hierba mala no dura. La abuela solo administro
el capital de aquel viejo, con una indemnización que le dio el señor
de los ultramarinos, continuó con el negocio de los cordeles. La
bisabuela ya había perdido la vista para esa época. Así que sus
últimos días no fueron tan malos para ambas, pues se acompañaban.
Fue después de la primera luna, finada la bisabuela, mi abuela salió
a caminar a la playa Maracaibo, cerca del río Filobobos, que en
ocasiones, de acuerdo a las lluvias o los huracanes formaba la barra,
la barra de Nautla. Curiosamente visitó una tramo de la barra donde
era peculiar que se formará. Cuando iba caminando, vio a un hombre y
una mujer a lo lejos. Se acerco. Observaba que en la playa alguien
tomaba fotos a una mujer que se revolcaba en la playa, encuerada.
Esa era la Nahui de mi abuela. Esa fue. Presenció hasta entrada la
tarde, como el señor fotógrafo no perdió ocasión de dar click y
click a su cámara vieja. Cuando se fueron, la abuela se prometio
volverla a ver. Así qué investigó, supo donde se hospedaba y donde
comían. Antes de dos días, la abuela le ofreció sus cordeles a la
Nahui, ella no la rechazó, le dijo que le habían gustado. Pero no
le compró nada.
Se hizo la encontradiza, la volvió a ver otras veces. Una noche, que
olía a humo, a ese humo que arroja la fibra del coco, sintió una
mirada bajo una enramada. “Ángeles, ven”, ordeno una voz, la
abuela entre temerosa y aventurera se acerco. “¿No me conoces?”
se escucho una voz de mujer. “Soy yo, Carmen, Carmen Mondragón”.
La abuelita se quedó entre inquieta y entusiasmada.
Mi abuela se acercó a la enramada. Pronto fue parte de una conjura
de besos de Nahui, mi abuela no hacia sino llevar con igual pasión y
desenfreno la sesión. Nahuí la jaló con rapidez a la cabaña que
rentaba con el fotógrafo. Con el aroma a noche, se quisieron una a la
otra, no sólo esa noche, dos más en Nautla. La última, sin prisa,
poco a poco, fueron reconociéndose, como sí en eso les fuera la
vida.
Nahui, salió hacia México aquel tercer día después de saberse con
mi abuela. La abuela trató de buscarla en la ciudad, pero fue en
vano, no dejó dirección. Su viaje al a ciudad le valió un robo,
intento de asesinato, uno de violación y otro de ser acusada de
promiscuidad. Recuerda que llegó a la estación de ferrocarriles de
Buenavista, a partir de ahí todo fue contrariedad, confusión, frío
y hambre. Llegó a los alrededores de la Merced, el Zócalo y una
parte de Reforma, nada. Decidió regresar a su natal Nautla.
Tres años después, conoció a Eufemio, un buen hombre que como es
tradición en la familia, perdió la esposa, una ola se la tragó. De
la relación de Eufemio y mi abuela, nació mi madre, Isadora. La
única niña, pues mi abuela decidió no tener más hijos, así que
como mujer de avanzada en Nautla, fue de las primeras mujeres que se
ligo las trompas, ninguna mujer en el pueblo quería, decían que se
volvían locas, estériles o lo peor que se volvían machos. Lejos de
todas aquellas obsenidades, la abuela creyó en la rigurosa ciencia
de la medicina. No sucedió nada, “solo tuve una vida digna”,
decía la abuelita.
A los cinco años, recibió una carta con remite de Carmen Mondragón,
no pudo más que brincar de emoción, lagrimas en los ojos, mientras
tejía, tejía el cordón. Después de leer la carta, la abuela fue
toda emoción. Al siguiente día, alistó sus cosas, fue a vender
cordón a la plaza como todo los domingos y en la noche salió a
México, segura de encontrar a la ingrata de Nahui.
Se encaminó al autobús, que la dejaría en Veracruz. Ahí, tomaría
el ferrocarril para la ciudad de México. Eufémio, le preguntó por
qué ir a buscar un comprador a la ciudad de México, por qué no más
cerca, Veracruz, por ejemplo, pero mi abuelita lo convenció que los
veracruzanos tenían la mentira atravesada, como los conquistadores,
supongo que se refería a los españoles. “Te acompaño entonces
Ángeles”, le decía el abuelo. Ella contestaba resuelta que en el
siguiente viaje, que tenían algunos pedidos, si los dos se iban no
terminarían. Él tan solo aceptó.
Después del largo viaje en ferrocarril, la recibió el mediodía
urbano. Con cierto trabajó llegó al centro, cerca de la calle de
Moneda, donde vivía Carmen, en el último piso, de hecho vivía en
la azotea de un edificio. Tocó la puerta, pero nada, nadie abría.
Se quedo fisgoneando por ahí, decidió esperar, pero antes bajó y
buscó algo de comida, algunas fritangas de la calle, comió,
saciando su hambre. Regreso a la entrada del cuarto, se acurrucó en
el lavadero y se quedó dormida.
La despertó un beso. “Angeles”, le dijo Nahui. Nuevamente los
besos, la pasión, la noche de México y el temor de la separación.
Amaneció con hambre, “vamos a comer," le dijo Nahui, desayunarón
huevos y chilaquiles, en una fonda. “Me tengo que ir, le dijo, toma
las llaves, ¿llegarás antes de las seis?”, la abuelita tan solo
respondió que sí. Se despedía su amor de siempre. La abuela
aprovechó para ir la Merced y ofrecer su mercancía, pero pagaban
poco, no se podían costear los pasajes.
Llegó la noche, con ella la fiesta y el cuerpo de Nahuí. Repitieron
el ritual, fueron a la fonda y Nahuí se despidió de beso esta vez, la
abuela con un rojo encendido de la pena, solo agachó la cabeza.
“Vamos niña, pues ni que fuera cosa del otro mundo”, le dijo
Leonora, la camarera de la fonda. Solo se sonrieron.
Cansada de su búsqueda, se sentó en un umbral, dejando caer su
mercancía al suelo, pasó una señora, observó los cordeles, como
trabajo de especialista, preguntó “¿quién los hace?”, “yo y
mi esposo” dijo la abuelita. A partir de ahí trabó un negocio y
una buena amistad. Rigoberta era diseñadora, justo buscaba tiendas
para comprar cordones para su tienda de cortinas, que iba viento en
popa.
Tardó en llegar, a la casa de Moneda. Nahui tenia café caliente y
un par de besos para mi abuelita. Contenta, le contó sobre su
negocio con Rigoberta, así que festejaron con aguardiente que compró
en un estanquillo cerca de la Candelaria. El siguiente día fue de
terror, la resaca le obligó a vomitar varias veces en el carro de
ferrocarril, cuando llegó a Veracruz, la tranquilizó la brisa y la
tarde no tan calurosa. Alcanzó a tomar el último camión que la
dejaría en Nautla.
Eufemio la recibió contento. Apenas platicaron sobre el negocio que
venía, Eufemio se abalanzó contra la abuela, exigiendo una cadena
de besos. Ella solo se dejó ser, con el viaje, la noche se volvió
plácida, cercana al murmullo de las olas. Le gustaban sus dos
amantes, un hombre y una mujer. La abuela estaba contenta, no podían
ir mejor las cosas. Aquellos últimas días hacían que valiera la
noche en Nautla.
Me tengo que guardar. Llega un norte. El frío ya se deja sentir. Con
los nortes vienen los sueños de mi familia, estoy segura que ahora
vendrá Timoteo, un familiar que dicen participo en la Batalla de
Camarón de Tejeda. En esa pelea por allá por 1863 que se enfrento a
un tal Zuccoloto. Pero no lo sé, tendré que preguntarle en mis
sueños, sí esos mercenarios apestaban como dicen, no me interesa
preguntarle por la valentía de aquella legión extranjera de brutos,
al fin humanos, al fin hombres.
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