Las tardes me hacen llorar



A Mary Tere,
por su confianza y solidaridad




Antes de que me vaya, antes de que me mueras y me llores, quisiera poseer ese pedazo de sombra en que estabas detenida la última vez, donde no cabías, aquel espacio puro en el que te negabas a estar, pero tan anclado por tu presencia, donde te pisaba el aire y doblaban tu cuerpo aquellas esquinas del tiempo, y tú no hablabas ni reías, detenida, amarga mía, maravillosa y sola.
José Revueltas
[Antes de que me vaya…]


Siempre pensaste la noche como esa continúa nubosidad en la costa atlántica de la Tierra del Fuego. “El frío Armando, el frío”, dije al tocar mi cabello húmedo. Estábamos en Ushuaia, caminando por sus calles siempre húmedas, silenciosas, alejadas del mundo. “El día siempre es de mañana” me decías. Adivinando el futuro de la Tierra del Fuego. Desayunábamos a temprana hora, devorábamos rutas nuevas en torno a la ciudad, las mañanas estaban extraviadas en nuestros recuerdos ilesos. Teníamos que hacer este viaje que cerraba tu vida en los dos hemisferios: Norte y Sur. Pocos meses de vida te quedaban para compartir. Así que no tardamos en decidir el viaje que realizarías por última vez.




Nuestras hijas estaban tan animadas con nuestro viaje a Argentina que nos facilitaron sus promotores turísticos. A partir de ese momento jamás confíe en una persona que te vende viajes a marte o al Río Nilo. Consideraron correcto ofrecernos viajes a Ghana, Tailandia, incluso a Hawai. Estábamos indecisos, viajar al norte de Africa o al Sur del continente Americano. Quizás nuestro librero nos ayudó un poco. Decidimos tomar un par de días para tener claro en donde pararíamos. “Leamos algo”, dije, al llegar a casa.




Lorenzo, el esposo de Diana, mi hija, nos había regalado un poemario de una mujer que había terminado en un hospital psiquiátrico. Amante de Julio Cortázar. Leí algo: “Mis dedos teclean iguales...(acaso contribuyan con sus ruidos a aumentar los fondos de los ruidos naturales). Las voces se elevan queriendo matizar las aspiraciones de soledad a que obligan los espacios. Cánticos pujantes de fragancia primaveral caen sorpresivamente en la niebla. Los espacios espesan las notas. Labios cerrados por arrugas hábilmente conseguidas. Labios plegados sobre dientes felices. Labios que ríen bajo la opresión tensa del ungido manto de varios tonos (yo rojo, tú azul, él verde, ella gris...). Comienza la lid cromática.”




Pobre mujer, cuanto dolor”, dije, “¿De dónde nos dijo qué era?” Respondiste que era de Argentina, eso bastó para que nos enfiláramos en una platica sobre por qué escribía eso una mujer. Comenzamos con nuestra lluvia de ideas que desfilaron desde los gauchos hasta las Islas Malvinas. Así surgió la idea de viajar a la ciudad más meridional del planeta. Nos convencimos también de lidiar con el frío de verano de aquella Ciudad Argentina.


En el inter nuestras hijas y sus esposos preguntaban por qué al Sur, por qué a Argentina, por qué a Tierra de de Fuego. Esperaban que visitáramos un lugar cálido, húmedo, quizás una playa, las montañas volcánicas de Hawai, incluso un viaje en barco a través del trópico. Pero habíamos decidido el Sur. La
extensión meridional de un país lejano, contábamos con algunas ideas sobre Usuaia, más prejuicios que información real, así que nos dimos a la tarea no sólo de recibir pasquines sobre el lugar, también de la región, con el sobrado riesgo de leer cosas para turistas, esto es, sandeces y recomendaciones vanas que se reducen al costo del viaje.




La organización fue rápida. El tiempo de vida motriz de Armando también era corto. Fuimos de compras, nos hicimos de la medicina necesaria, calculamos riesgos. El viaje nos unía como ningún otro acontecimiento. Después de llegar de trabajar, botaba mis cosas para concentrarme de lleno en el viaje. Incluso fuimos a un par de presentaciones sobre investigación sobre el Sur. Documentales que veíamos por la computadora. Fue una suerte de organizar y saber hacia donde nos dirigíamos, hacía dónde Armando se dirigía, quizás su último viaje.




La llegada a Ushuaia fue fría por el clima. Pero dentro, en nuestras cabezas traíamos al trópico envuelto en nuestros corazones que no cesaban de funcionar a 100 por hora. Como cualquier turista ordinario paramos en el hotel que nuestro paquete incluía, todo un conjunto de cosas ordenadas para turistas. No recuerdo con precisión el nombre de los hoteles donde nos hospedamos. Armando me reprendía, “!Basta, disfruta esto que tenemos¡” Era entonces que dejaba que el mate me succionara completa, me dejaba hacer, entre el clima, la futura ausencia de Armando y ese paisaje de desolación que me causó la Patagonia.




Tuvimos dos cosas queridas en Ushuaia, las caminatas mañaneras y la comida. Caminábamos después de desayunar. Llegamos a las orillas de la pequeña ciudad, trabamos amistad con la gente, chilenos y uruguayos principalmente, migrantes que huían de sus condiciones de pobreza en sus lugares de origen. Alma, una niña chilena de nueve años nos esperaba en la entrada de la colonia de plásticos, cartón y deshechos varios. “Ahora no estoy tan achunchada”, nos decía mientras nos sonreía con sus dientes perfectos y su piel rojiza. “¿Dónde está tu mamá Alma?” le preguntó Armando la primera vez que la conocimos. Supimos que su madre trabaja todo el día en un hotel de la ciudad. Después del clima, Alma es la segunda imagen que llega a mi cabeza cuando recuerdo Ushuaia.




Al regresar de la caminata, en caso de no haber recorrido turístico alguno, nos dedicábamos a comer. El cordero asado lo comía de buen gesto, aunque un día después tuviera esa molestia en mis rodillas de tanta carne roja. La centolla me gustó mucho, aunque siempre sentí tristeza al ser yo, quien eligiera a cual de esos crustáceos me comería. Antes de salir de Ushuaia le pedí a la persona que atendía el restaurante si podía presentarnos alguna persona que nos pudiera hablar de la pesca de la centolla. Si bien logré hacerlo, fue algo muy precipitado donde no disfrute la conversación con el pescador y su esposa cerca del puerto. Por supuesto hubo mate.




La merluza negra nunca me gustó. Armando me increpaba sobre su sabor, pero era difícil para mi gusto dejar de degustar ese aroma que el hielo deja en la carne de los pescados. “Pero Armando es un pescado bien congelado”, respondía yo sin miramientos. Irma, la intendenta del hotel nos contó la historia gélida de la merluza que se come en Usuaia. Toda la merluza se pesca en alta mar, así que esa pesca está destina a Buenos Aires o a otras partes del mundo. Los resturanteros de esta pequeña ciudad deben de comprarla congelada en buenos aires para que regrese a este lugar, a precios elevado, o al menos no pueden pagarla las personas ordinarias de la ciudad. Cuando me enteré de eso, no hacia más que despotricar y afirmar de todo lo desigual en este puerto, pero Armando siempre trataba de responder con su respuesta básica “...es parte del capitalismo mujer, de no haber robo, no hay ganancia.”


Realizamos los recorridos comunes en torno a la ciudad de Usuaia, el recorrido por el Beagle, los parques, el museo, el ferrocarril. No, nos opusimos a nada. Lo que había en el paquete del mes de estancia lo hicimos sin aspavientos. Todos era amables, incluso el clima, nos informaron que eran de las temperaturas más altas que se habían registrado en verano, 20º C durante la aparición del sol. Lo verdaderamente atípico era la aparición del sol, a las 10 de la noche aparecía, ocultándose a las 3 de la tarde, teníamos cerca de 17 horas de sol, algo muy inusual para nuestra condición de habitantes del trópico.




El regreso estaba cargado de planes. Viajes cortos hacía zonas arqueológicas, comenzaríamos con el Museo del Templo Mayor. Seguiríamos con Teotihuacán, después Tula… visitaríamos los museos, los planes eran demasiados para reconocer nuestra entrada edad. Pero no importaba, el tiempo se desvanecía en nuestro espacio constreñido por la decadencia del cuerpo. Regresaríamos visitando al médico.




Nuestras hijas nos esperaban en el aeropuerto. Subimos maletas, salimos del estacionamiento, todo iba en orden. Pronto, empezaste con un extraño quejido que se prolongó en una parálisis corporal. Nos dirigimos con tu médico, pero durante esos minutos te fuiste. Llegaste muerto a la clínica. El Dr. Albarrán nos explicó las condiciones por las cuáles pereciste… en realidad ya no tiene mayor importancia mi narración. Ahora puedo decirte que hay una extrañeza. Una ligera pena al saber que había planes que no logramos realizar. Sin ser día de lluvia, se descargó un aguacero que aún no puedo olvidar.




Cuando tomé el carro, un mes después de la partida de Armando, era todo llorar. Recordaba la manera tan inapropiada que tenía para manejar, sus palabrotas misóginas: “tenía que ser mujer” y otras que deseo no existan. En aquellas ocasiones te espetaba tu formación: ingeniero. Hay una imagen que no se puede borrar de mi pensamiento, llovía en alguna parte de Calzada Camarones, esperamos dentro del carro la luz verde del semáforo para avanzar. De pronto se impactaron dos carros, en uno de ellos sale disparado un perro de tamaño medio a un camellón cercano. Armando sin pensarlo encendió intermitentes y salió en búsqueda del perro que con el golpe había muerto. Al subir al carro, él lloraba, lloraba mucho, mientras, en conjunto la molestia de los conductores que estaban atrás de nosotros se agrandaba. Aprendí esa tarde que las pérdidas eternas son acompañadas con lluvia. En las tardes lluviosas, tan solo me suelto a llorar.

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