Sobre el sofá de Albacar


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Para Raul y Amilcar,
creadores de este relato


Existe una historia sobre nuestro sofá. En realidad compartió los momentos más conspicuos en mi infancia, más tarde en la adolescencia y en mi madurez. Aún lo recuerdo con un gusto extraño, a veces como salvador de mis días de muchas angustias, otras veces como ese fetiche presente en el momento menos esplendoroso de vida.

Todo comenzó en Cuernavaca, mi padre escritor, mi madre pintora. Ellos eran parte de la expulsión de la Ciudad de México por un clima más suave, ligero, el esplendor de la ciudad de la eterna primavera. Mis padres compraron un sofá para la sala, donde tenían reuniones sociales continuamente, pero no fue suficiente, así que decidieron comprar uno de mayor tamaño, mientras tanto lo enviarían a mi cuarto, el cual era amplio, hizo juego con mis juguetes. No podría decir que me resistí, qué sabía yo del espacio privado y público. Esa diferencia creo que no ensimismó a mis padres, pues más tarde llegaron pantuflas, caja de herramientas, entre otras muchas cosas, entre ellas una defensa de un vocho que tenía mi madre.

El sillón tenía una estructura donde cabían tres personas cómodamente sentadas. Erá de un color gris que seducía tan solo al tocar su afelpado tapiz. Contaba con una riñonera redondeada que se extendía como posabrazos, facilitando acomodar la cabeza en todo momento. El respaldo era alto permitiendo apoyar la espada cómodamente. La estructura se apoyaba en seis patas delgadas cromadas, de acuerdo al dictado de diseño de la época. Era bastante cómodo y muy amplio para mi corta edad.

El primer contacto que tuve con Domic fue un enfrentamiento de ladridos contra gritos, por un lado estaba él y al otro lado yo. Domic era nuestro perro pastor alemán que alguna vez llegó a la puerta y nunca más se movió, pero sí se adentro a la casa. Teníamos un problema territorial que terminaba en trinchera en el sofá afelpado. Domic no quería moverse del que yo entendía mi lugar, hasta que le grite, el me ladró, yo grite más fuerte el ladró mas fuerte, aquello no pasó a mayores pues llegó mi madre que defendía a Domic cual hijo primogénito.

Cuando el perro vio a mi madre tan solo comenzó a mover el rabo y después le vinieron una serie de apapachos, como ya lo dije, como hijo primogénito. El saldo fue, que él tendría una mitad del sillón y a mi la otra mitad del sillón. En cuanto podía colocaba bardas de juguetes para que aquel perro pulgoso no me molestará. En realidad nunca tuvo pulgas, pero hay que magnificar la pérdida.

En realidad los dos padecíamos cuando llegaban las visitas de mis padres, perro, juguetes y Albacar, en ese orden, salíamos volando pues de otra manera, había gritos insultos algún zapatos para Domic y una retahíla de improperios que yo como niño no quería oír. Así que Domic y yo nos sabíamos desplazados, generalmente terminábamos jugando en el patio. Pero eso no significaba que le diera tregua a ese perro revoltoso.

Cuando compraron un sillón mayor, que nunca nos gusto, claro a Domic y a mí, dejamos de usar ese espacio. Así que cuando el viejo sofá lo tuve en mi cuarto-bodega, podía hacer de mi todo el sofá. Pero debo de decir que intenté un ajuste político. Cuando vi como llevaban el sofá a mi cuarto me aseguré que Domic no me molestará más, cerré la puerta y con mis letras discordantes escribí en la puerta de mi cuarto: “No Ze perMiTEn peRRoS”. Mi madre me dijo que Domic no sabía leer. Aunque lo supiera, con aquella ortografía de párvulo quién iba a entender algo.

El muy granuja al extrañar mi sofá comenzó a aullar todas la noches en la entrada de mi cuarto. Aquello desquiciaba a cualquiera en aquella sagrada casa. Así que tuve que hablar con ese canallita. “¿Qué me darás a cambio de dejarte pasar para que ocupes un pedazo del sillón?” creo que me entendió, porque salió a toda prisa a no sé que parte de la casa trayendo consigo algunos juguetes. “Malcriado”, le grite, “está bien pasa”, susurré. Desde aquella noche llegaba con algún juguete extraviado o perdido, así que la madre no me reñía por tener juguetes por doquier pues Domic los reunía. Pero eso sí, siempre mantuvo su mitad de sofá, mientras yo la otra.

Mi padre era originario de Zongolica, Veracruz, ahí acudía con frecuencia, Domic lo acompañaba. El abuelo decía que era un perro “entendido,” quizás lo decía porque era un perro muy inteligente. Mi madre en semana de pascua viajaría con unas amigas a la Ciudad de Puebla, yo con ella. Domic iría con mi padre a cazar, el abuelo decía que olía muy bien a los temazates, un animal tipo bambi de disney, pero no salieron las cosas como las esperaban. Había un niebla muy espesa, Domic olfateo aquel animal que salió a la carrera, mientras atrás iba Domic, entre el pasto, arboles y hierba de la abundante selva veracruzana ambos corrieron un kilómetro, el abuelo me contó escuchó un tronar de ramas de árboles secos y un golpecito.

Cuando corrieron para alcanza al animal cazado, encontraron una hondonada donde al fondo estaba Domic ensartado entre ramas de árboles, con la lengua fuera del hocico, suponen que calló golpeándose con una roca redondeada, ahí murió ensartándose en aquellas ramas. Suspendieron la cacería. Mi papá a su regreso a Cuernavaca, no sabía como decirlo, solo recuerdo que corrimos a la camioneta de mi padre, yo en busca de Domic y mi madre en busca de su esposo. Cuando nos contó la noticia madre e hijo comenzamos a llorar. Mi padre traía al perro en la cajuela en una gran tina con hielo para mantenerlo lo más frío posible, conseguimos rápidamente un lugar donde incinerarle, no fue tan fácil, en la funeraria no querían hacerlo, en aquel tiempo no toda la gente incineraba a sus mascotas, pero bueno, estamos en México.

Justo después que Domic se marchó a otro mundo recuerdo que en aquel proceso de duelo mi padre llegó con una dotación de libros ilustrados. Después de devorar la Isla del Tesoro de Robert Stevenson con muchos muñequitos y una selva llena de animales, mi mente infantil alucinaba con playas, riscos y una vegetación llena de palmeras. Dormí profundamente en el sofá. Soñaba con una gran palmera, en la que yo cortaría algunos cocos para beber su agua. Justo cuando ya había cortado los cocos, algo pasó, llegó un vértigo que hizo me estampará en la duela del cuarto. Desperté asustado pensando que si Domic hubiera estado aquí hubiera sido una gran roca saliente.

El duelo no fue sencillo. Mi padre en algún momento llevó un perro que decía era muy inteligente. Pero jamás alcanzó el grado de empatía con la familia. Cuando lo llevamos a Zongolica, el perro se nos extravío, nosotros nos regresábamos, cuando Trinidad, un buen amigo de mi abuelo, apareció con un lacito y el zonzo de Toby. Mi madre lo cuidaba mucho, ya no como el primogénito, lo hacía como el más pequeño de sus hijos. El perro Toby nunca ganó nuestro respeto, incluso varias veces se quedaba en la calle, no ladraba, más bien los vecinos se apiadaban de él abriendo la puerta del zaguán, tocándonos para recordarnos que teníamos un perro. Toby tan solo meneaba la cola. A veces pienso que vio algún ser supraterretre y quedó así, zonzito. Murió tranquilo, así viejito.

El sofá siempre pareció nuevo. Casi siempre impecable, pero no lo entiendo, pues lo limpiaba muy poco, quizás son esas imágenes que no se mueven en tu cabeza aunque lo real sea muy muy distinto. Recuerdo que seguía siendo mi espacio de juegos, carros pequeños, luchadores, algunos juguetes lego que por su costo el papá no los compraba en la cantidad que yo quería. El saldo de cada juego era un sofá siempre lleno de juguetes.

Tuve que despedir del sofá por un timpo. A mi padre lo invitaron algunos amigos a Chicago, EUA, a impartir algunos talleres sobre novela o cuento, no lo recuerdo con claridad, solo iríamos por un año. La familia se organizó para ese viaje. Llegamos en verano, comencé a estudiar allá. El ambiente era raro en verdad, el clima abominable, jamás he conocido clima tan desagradable como el de esa ciudad. A veces me respondo el por qué los anglos colonizaron esas tierras agrestes, estaban acostumbrados a una vida dura, no importaban vientos, fríos o incluso que tuvieran visitas de los dueños reales de esas tierras y les dieran tundas ocasionales, me refiero a los dueños originarios de esas tierras.

Estuvimos alejados del triangulo de la ciudad de la eterna primavera cerca de dos años, tiempo suficientes para saber que mi vida estaba en tierras católicas cristianas y no protestantes. Llegamos a un suburbio donde la vida era cómoda, los niños y niñas no estaban tan dañados en sus acciones infantiles. Tenía un par de amigos que gastábamos las tardes en la Casa del Arbol de Tom, construcción hecha por el abuelo paterno del susodicho. Así que mi estancia fue cómoda, se rompió cuando en el último año conocí a Lucrecia.

Lucrecia era esa niña que siente mejor entre niños. Esa característica estaba matizada con que rápidamente fungía como líder del grupo, lo cual nos trajo algunas ofensas de las bandas de chicos, que pronto paraban al conocer a Lucrecia, ya fuera con insultos grandes o chicos y alguno que otro empujón que podría llegar a unos cuantos golpes. Ella conoció la Casa del Árbol de Tom, así que sin permiso alguno ya tenía su espacio franqueado por la más rigurosa construcción mental de pudor, construyó su propia cuarto dentro de la casa, con algunos periódicos que nosotros conseguimos tapizó una entrada que daba justo al balcón.

Los días eran agradables en compañía de Lucrecia y los amigos. Recuerdo que en el segundo verano de mi estancia en aquellas tierras alejadas del díos cristiano, Lucrecia sin medir consecuencias me dio en beso, estábamos en el balcón. Aquello cambio mi concepción del mundo. Pero nunca lo supe, hasta que regresé a la ciudad de la eterna primavera. Regresamos cuando el otoño se ponía salvaje en tierras anglos-indias, mi padre tuvo diferencias con un grupo defensores de derechos humanos, regresando un diciembre, mes que siempre me recuerda a Lucrecia.

Esa ausencia de Lucrecia solo la superó la estancia del sofá y el recuerdo de Domic. Mi regreso trajo algunos contratiempos, como reiniciar mi vida en otro mundo por mi edad, aunque sabia que la ciudad de la eterna primavera es mi casa, hubo cambios en mi vida. Aparte pero junto, mi educación no había sido la mejor. El sistema de educación gringo me había retrasado en los conocimientos que para mi edad, de acuerdo al sistema de educación mexicana tenía que tener, así que me forjé autodidacta, odiando más las tierras anglos-indias, sé que no tiene relación aparente, pero el odio, odio es y no lo fundamenta más que el miedo por las diferencias, ahora lo sé.

En un principio extrañé a Lucrecia forjándose como mi amor platónico. Pero al paso del tiempo se fueron cubriendo los tiempos con mis actividades cotidianas, lecturas por ahí, talleres de bailé por acá, un poco de música por allá. Todo tan lindo, como un clima hermosamente benigno, una alberca donde cobijar mis domingos y un sofá donde podía holgazanear y leer por ratos. Pero de cualquier modo no encontraba mi modo de rehabitar estas tierras que sabia como mías, algo faltaba.

Cuando estaba por decidir mi futuro en la elección de alguna profesión hubo voces discordantes. El padre quería enviarme a Nueva York y la madre a Monterrey. Yo inmediatemente renuncie a la idea de permanecer en aquella ciudad anglo del norte, sus inviernos son fríos y sus veranos más bochornosos que cualquier playa tropical de México, así que deseché la idea de inmediato. Amaba el cabrito al carbón pero mi familia norteña me parecía muy abierta y a veces muy violenta, así que también deseché la idea. Por esa época estaba leyendo sobre la incursión de la orden de los franciscanos a la Sierra Gorda desde la ciudad de Pachuca durante el siglo XVIII. Así que por suerte de prestidigitador, me dije, “Pachuca, Queretaro o San Luis Potosí serán mi opción”.

Por inteconexiones de diverso tipo, triunfó Queretaro. Mis padres me enlistaron en la universidad que tenía más prestigio en el pueblo-ciudad de Queretaro. Lejos de los padres, cursé la licenciatura en comunicación con énfasis internacional. Mi sofá llegó al departamento un mes después. Compartía un departamento con Eleazar, un chico taciturno de Baja California Sur, que odiaba tanto a los chilangos que los podía oler, incluso reconocer desde la distancia. Fuera de eso, era un buen compañero de depto, juntos hablábamos despectivamente de Queretaro, despreciábamos su clima seco, amábamos sus tardes y por nuestro propio despertar sexual algunas mujeres nos atraían.

Al principio de mis estudios conocí a Melani, una mujer brillante y ataviada con todas las ideas de un casamiento, hijos y un esposo. El sexo no estaba en la agenda, así que pronto, mi atracción por ella desapareció. Pronto llegó Vianca para deshacer mis trabas en cuanto a sexo tenía en ese momento. Cogíamos donde fuera: en algún salón, en mi cuarto, en su cuarto, en su cocina, en mi cocina, en su carro, en mi bicicleta, en el restaurante de sus padres, en una silla regalo de mis padres, en el seco desierto del norte queretano, en la humedad de la huasteca, en fin, solo nunca lo hicimos en el sofá. Pero coincidimos en que nuestros destinos divergían, así que después de tener sexo en el sanitario de un centro comercial, nos despedimos y ahora mismo no sé de ella.

El sofá de pronto fue el más popular del depto. Todos querían sentarse en él, yo dormía o leía en él. Nuestras borracheras no estaban completas sin mencionar la funcionalidad y comodidad del gran sofá. Lo más curioso, es que con el paso del tiempo el sofá lucía como nuevo, no entendía el por qué, pues muchas borracheras se habían sucedido en el depto. Incluso Victor, el nuevo compañero de departamento ocupaba sus tardes fornicando con una bailarina de cabaret, sexo extremo por el cual los vecinos se quejaban. Todas estás características del sofá me hacía dudar que fuera material de importación. Por la época de su compra el material de importación era tan malo que me hacía suponer que más bien era de México, pues su calidad era excelente. Siempre impecable.

Pasaron dos años que fueron cómodos, pensando en la vida de estudiante clasemediero que se preocupa solo por pasar materias, alguna angustia menor que no llegaban las mensualidades enviadas por los padres, pero nada más. Vamos, la vida de estudiante de un clasemediero común y corriente. Todo iba conforme lo planeado. Se puso en contacto Lucrecia conmigo. Las cosas cambiaron radicalmente. Incluso el mundo tomó otra dirección. Lizeth, la mujer con la que salia, supo de Lucrecia y decidió terminar nuestra relación.

Lucrecia recién había terminado la universidad. Descendiente de abuelo paterno chileno, se había educado en la izquierda pragmática que deseaba cambios en las condiciones de vida de los indígenas. Así que en su viaje décimo segundo, decidió visitarme. Así que nos organizamos para recibirla en el aeropuerto de la ciudad de México. Mis padres estaban emocionados, ellos trabaron amistad con su familia en Chicago, de hecho fue la única familia que siendo de izquierda y nosotros de derecha, nos apoyó hasta el límite de lo posible para que papá no fuera cesado de su puesto en aquel país anglo-indio. Así que los padres contentos.

Terminaban los exámenes semestrales, comenzaba el invierno queretano, con viento más seco y un frío nocturno que cala en los huesos. Así que justo al término del último examen, preparé mis cosas y salí corriendo hacía la ciudad de México, donde vería a los padres y a Lucrecia. Era muy extraño entablar una comunicación con quién fue tu amor platónico. Así que durante las tres horas que tardó el recorrido de Queretaro a la ciudad de México fuí configurando su rostro, su cuerpo y su cabello. De tanto imaginarlo, me quedé dormido. Al despertar estaba entrando a la central de autobuses. Estaba en tiempo, así que con calma me dirigí al aeropuerto.

Los padres ya esperaban ahí. Me bombardearon con preguntas sobre mis estudios. En realidad siempre he sido alguien disciplinado, así que respondí todo adecuadamente. Cuando apareció Lucrecia, mi amor platónico, vi a una mujer de 1.80 metros, piernas alargadas, cabello largo, piel trigreña, pechos frondosos y curvilíneas caderas. Cuando la vi me quedé perplejo. Saludó a mis padres afectuosamente, yo atrás de ellos, seguía en condición de totem, ella extendió sus brazos, recibí un abrazo afectuoso y un beso con sabor a menta.

“Hola” me dijo, con su hermoso acento chileno. Mi madre abrazo a Lucrecia felicitándola por su calidez. “Algo he aprendido de los chilenos”, volvió a decir, con su hermosa dentadura blanca. Comimos en el parador de Tres Marías, gustaba de comer cualquier rareza, así que le entró a la comida sin pudor alguno. Atrapó a la familia con su sencillez. En poco tiempo descubrimos sus conocimientos sobre la escuela de Frankford, o más bien los descubrió mi papá. Yo había leído poco de Teodor Adorno, Walter Benjamin y demás compinches, los leí sin orden, ni capítulos de la biblia había terminado.

Era una mujer totalmente de izquierda, cuando por casualidad encontraba puntos de choque con mi padre, tan solo los evadía o simplemente decía algún chiste que predestinaba una carcajada de todos. Cuando pregunté el por qué de su actuar simplemente me respondió “los intelectuales son muy vanidosos, no hay peor afrenta que cuestionarles lo que toman por verdad, yo estimo mucho a tu padre, así que no voy a perderlo por una discusión de ideas”, aquello no lo entendí bien en ese momento, pero se quedó grabado en mi cabeza, lo cierto es que tenía una gran capacidad para identificar entre razón y emoción.

Mis padres marcharían dos días más tarde a Mérida, Yucatan, por primera vez en sus vidas trabajarían en algo juntos, algo novedoso que les solicitaba la Secretaria de Cultura de aquel estado. Invitaron a Lucrecia y claro que a mi, pero ella estaba encantada con el clima y yo estaba encantado con ella. Una noche antes por segunda vez nos invitaron para salir con ellos a la “Ciudad Blanca”, repetía sin parar mi madre, a lo cual respondía mi padre “ya no es blanca”. Repetimos por segunda ocasión que no, yo insistía en el disfrute de los alrededores de la ciudad de la eterna primavera, y ella en el clima.

Mi madre le recordó a Lucrecia sobre los mayas, el Sac-Bec, la motonía de la selva, los jaguares, las playas blancas del Caribe, les prometió visitarlos la primera semana de enero, justo para festejar el año nuevo juntos. Yo fingí visitar a unos amigos en la Huasteca Queretana la última semana de diciembre. Así que parecía que todo coincidía para estar más tiempo con Lucrecia.

Esa misma noche Lucrecia después de cenar entró a mi cuarto, yo leí a Dostoyesky, los hermanos Karamasov. “Muy mal jovencito”, le gustaba decirme. “Esos rusos me dan taquicardia” decía con su mohín mitad anglo mitad chileno. De pronto comenzamos hablar sobre el libro. Me impacté de las conexiones de ideas que realizaba. Era para mi totalmente bello, sin darme cuenta me había enamorado de ella. “No es cierto”, se me quedó viendo, “estás bien”, sólo acerté a acercarme para respirar ese hermoso aroma que tenía.

“Te gusta Dostoyesky and me”. Le besé, nos besamos. Le toqué nos tocamos. Le apreté, nos apretamos. Justo cuando continuaría nuestro toqueteo, escuché el grito de mi madre. Nos separamos aventandonos, salí corriendo ajustándome el pantalón, ella salió corriendo ajustándose los pantalones. Mi madre quería comentarme sobre cuestiones domésticas, la comida, el agua, etc.

El siguiente día fue de madrugar. Mis padres salieron a las seis de la mañana. Nos despedimos. Abrazos. Besos. Buenos deseos. Adormilado me recosté en mi cama, extrañe por un momento la comodidad de mi sofá. Algunos minutos después llegó Lucrecia preguntándome si podía recostarse en mi cama, levanté las cobijas y la invité a dormir. Despertamos al medio día. Desayunamos-comimos organizando su estancia en la ciudad de la eterna primavera.

Cuernavaca tuvo un significado distinto, me percaté que yo manejaba fechas, nombres de arquitectos, políticos, un poco de la dinámica de la ciudad, su transporte, yo mismo me sorprendí de mis conocimientos sobre la ciudad. Cuando visitamos el Palacio de Cortés, le hablé de infinidad de relatos que yo mismo no me percaté que los tenía clasificados. Incluso, el padre tenía algunas fotos viejas de la ciudad que pronto se las mostré a Lucrecia.

La semana que estuve en Cuernava con Lucrecia visitamos la ciudad entera, el Palacio de Cortés, la Catedral, el monasterio Benedictino, en fin, así como los espacios en torno a la ciudad, como el Parque Barranca de Amanalco. Los días era desayunar de forma abundante, salir de casa y permanecer fuera hasta la tarde, incluso la noche, como cuando el jueves se proyectó la película de Tarkovsky, The steamroller and the violin, llegamos muy tarde a casa, aquella ocasión yo no llegué a la cama, me quedé en el sillón más cómodo de la sala de mis padres.

El último viernes regresamos temprano, quedamos en descansar, así que cuando el sol se ocultaba, estaba pronto a dormir. Me metí a mi cama para descansar toda la noche, pues el fin de semana y la siguiente semana seguiría la cosa pesada, ahora con las tierras secas de Queretaro y sus alrededores. Pero Lucrecia entro a mi cuarto, preguntándome: “¿puedo besarte?”, no paramos al menos en una buen tiempo de besarnos hasta que nos derrumbó el cansancio.

El fin de semana implicó el traslado a Queretaro. El sofá nos esperaba. El domingo no salimos del departamento, en el proceso de reconocimiento tuvimos sexo durante mucho tiempo. El sofá que recibía todo nuestros flujos no dejó de lucir impecable. Lo extraño de todo este viaje de placer en el sofá es que me sentía totalmente enamorado, como nunca lo había estado. La semana en Queretaro consistió en medias tardes visitando algún lugar, teníamos relaciones sexuales al menos una vez al día, pronto su cuerpo trataba de describirlo en poemas miopes que fueron destruidos a buen tiempo.

Las dos semanas juntos me habían permitido caer enamorado de Lucrecia. La teoría de ella, me indicaba, si solo se hubiera tratado de sexo sin freno, bien hubiéramos roto con toda facilidad, pero me adelanto. El sábado, antes de partir a Merida, Yucatán, decidimos ir a algún lugar para tomar alguna cerveza o café. La cervecería apareció antes, Xiomará apareció. Apareció de no sé que puerta de entrada, quizás de la derecha, Lucrecía y ella no dejaron de discrepar, así que yo me concretaba a realizar algún chiste de los desatinos que comentaba alguna de ellas.

Cuando comenzamos a hablar sobre los planes de viaje a Yucatan, las cosas se suavizaron, como si fuéramos amigos de toda la vida, Xiomara nos recomendaba lugares para visitar en la Península Maya, así se refería a la Península de Yucatán. No daré más detalles de esta reaccionaria idea sobre la península, pues se me puede atacar de pro-colonialista. Su idea anti-colonialista al nombrar Península Maya a aquel territorio selvático, a los ojos de Lucrecia, motivó que pronto fuera mucho más amable con Xiomara.

Entrada la medianoche, Xiomara nos invitó a su casa. Nos habló de sus viajes hacia Centroamérica, cundo trabajaba en una ONG. Algo murmuraban cuando regresé en algún momento del sanitario. Torné algunas miradas lascivas en torno al ambiente. Era una extraña sensación que lejos de incomodarme, me tenía en una sensación de excitación peculiar. Recuerdo que Xiomara regresó del sanitario, la presentí en mi espalda, Lucrecia se acerco a mi oido susurrando “te deseamos”, en ese momento Xiomara se acerco a mi espalda tocándome la espalda suavemente me susurró ¨lindas nalgas”. Pronto solo eran besos y caricias.

Fue una linda experiencia que no la viví en mi sofá. Lucrecia se despertó antes de llegar la mañana. Entrecerrando los ojos veía como se colocaba el sostén, el boxer y su pantalón. Me beso la mejilla, indicándome que teníamos que irnos. Tapamos bien a Xiomara que lucía con su abundante bello en su monte de venus al aire. Salimos sigilosos, el frío invierno nos golpeo sin compasión. “Vaya frío”, dije. Lucrecia aún resistente a la madrugada fría, me beso nuevamente la mejilla. Caminamos algunos minutos cuando aparecio un taxi de casualidad, Xiomara vivía en ese momento fuera de la ciudad.

Llegamos a bañarnos. No paramos de tener sexo en la mañana, el cansancio nos doblego, por suerte desperté a las cinco de la tarde, justo para despertar a Lucrecia y meter cualquier ropa para nuestro viaje nocturno a Mérida. No está de más comentar que me despedí de mi sofá, para llegar justo a tiempo al aeropuerto en la ciudad de México. Tampoco está de más comentar que dormimos en todo momento que pudimos, incluso cuando llegamos a Merida, mi padre estaba esperándonos.

Al siguiente día la madre nos llevó a visitar algunos lugares. Lucrecia abría los ojos muy bien, los relatos mayas siempre le impresionaron. A mi me atrajo de Merida esos tonos blancos, lúcidos en los barrios y contrastantes con sus colores pastel. El calor era ligero. El invierno en la península de Yucatan era benigno. Decidimos visitar las riberas de las península, comenzamos desde Celestum, Yucatán, tomando una ruta de Oeste a Este y logramos llegar a el Mahahual, Quintana Roo.

Fue una semana de pura holganza. Dormíamos a toda hora, visitábamos a los lugareños para comer, llegábamos por la mañana y les pedíamos comida, en la tarde regresábamos contentos para comer lo que preparaban. Lucrecia me dijo que así no contribuíamos a los negocios de los ricos, no apoyábamos en la explotación de la gente y llevábamos un poco de dinero a las familias. El secreto estaba en que ella no hablará ni una palabra para que no revelará su acento extranjero para que el costo de los alimentos no fuera tan costosos. En fin, fue una semana esplendorosa.

Regresamos con mis padres a Yucatán. Pasamos la última noche todos juntos. EN cuanto pudimos salir de la casa de los padres en aquel lugar, tuvismo sexo desenfrenado en algún hotelillo barato de la ciudad. Era la última noche que vería a Lucrecia antes que fuera desaparecida en los Andes. Sin ápice de pena, Lucrecia intentaba llevarse frutas tropicales a toda costa, una piña cupo en su bolsa de mano, algunos mangos en su petaca de viaje, junto con algunas frutas más. Decía que en chile tenían sabores distintos, la piña, nos decía, la traen de Ecuador siendo su sabor distinto.

El punto de partida fue Merida, Yucatán. No me percate que durante los tres meses me inventé que Lucrecia era un buen motivo para despertar, para anochecer, para comer y para reconocernos en las palabras como diferentes. Nos despedimos con una fuerte abrazo, y un beso en la mejilla. Nuestros vuelos tenían horarios distintos. Cuando despegó su avión, algo en mi entró a un modo taciturno, algo de depresión posparto que los cercanos a mi me recomendaban solucionar con mucho sexo, los más sensatos me recomendaron visitar a algún terapeuta de lo que fuera.

La llegada a Queretaro fue fría, sí era enero, pero también algo faltaba. Lucrecia me escribía continuamente por correo electrónico, nunca dejó de enviarme postales de Chile. Yo comencé a escribir cuentos cortos sobre personajes imaginarios de aquellos paisajes, así que me tuve que informar que era Chile, su historia, sus sociedades, su drama. Nos escribíamos lo mucho que nos extrañabamos, tenía pensado recibirme en mis estudios al término del semestre. El dinero lo aportarían mis padres como un regalo de graduación, así que no pedí nada de los recuerdos como anillo, fotos… la reunión fuimos porque mi madre lo quería así, aunque sabia que ese dinero estaba mejor invertido en mi viaje.

Un mes después que me despedí de Lucrecia, por casualidad me encontré a Xiomara. Fue muy peculiar, entré en un circulo de sexo ocasional con gente de variada edad, con tenencias raras para mi, clases sociales diversas para mi. Duró algunas semanas. Todo comenzó viendo una película pornográfica donde una mujer era penetrada por 20 tipos, al termino de esa película mal montada y dialogo abominable, Xiomara agarró mi dedo índice derecho, lo enjugo en su boca y lo deslizó hasta su clítoris, después de aquello me deslicé en un torbellino de deseos que no paró hasta cuatro meses después, cuando practicaba mi primera prueba de VIH-Sida. No pasó a más que el susto, pero un terror entró en mi, del cual como alguna moda de ocasión dejé de tener encuentros sexuales ocasionales y dejé de ver a Xiomara.

De pronto mi sofá tenía ese recuerdo de las pláticas que teníamos Lucrecia y yo. Su cuerpo lo configuraba con ese gris peculiar del sofá. Ahora no tenía ese aspectos fugás, claro, tonificador de ausencias. Decidí lavar el cómodo sofá, no quiero decir la cantidad de polvo que tenía. La cantidad de objetos pequeños que logré sacar de los recovecos.

A mediados de marzo Lucrecia remontó los Andes con destino no muy claro para mi. Durante dos meses no tuve información de ella. En el tercer mes, sus padres distribuían la información sobre su desaparición. La embajada norteamericana en Chile hacía lo posible por saber de su ciudadana. Al término de mi semestre escolar, caí en depresión, fue cuando comencé a visitar a Leandro, mi sicoanalista.

Al terminar la fiesta de graduación mis padres me dejaron en mi departamento. Mi compañero de departamento, Ismar, había dejado Queretaro para recorrer las costas del pacífico mexicano, saltando de ahí a Islandia. Así que estaría solo por todo el mes de julio. Fue cuando llegó Leobardo y un poco como lo iba comentando Leandro. Durante la primera semana sólo me alimentaba de sopas precocidas, leyendo a cualquier autor de la Escuela de Frankfurt, a veces temas sobre la historia de Chile y releía los correos electrónicos que mantuve con Lucrecia.

Mi sofá estuvo como desde siempre ahí. Creó que estuvo en buen momento, aunque sé que era un objeto, siempre estuvo ahí. Leobardo era una persona ya entrada en los treinta y cinco años. Era un adulto sensato que siempre me sorprendía, lo respeta demasiado, quizás más que a mis padres. Llegó, como lo había mencionado ya en mi mes opaco, él se estaba cambiando al edificio donde vivía. Escuché los ruidos habituales del movimiento de la mudanza, gente que subía, gente que bajaba, algunas cosas rodaban, algo del polvo sonaba cuando las personas que cargaban estaban caminando.

Cayó algo cerca de mi puerta, en ese momento cruzaba yo por la cocina, por inercia la abrí, era una matruska que estaba en el suelo, la toqué por curiosidad, Leobardo me dio las gracias agarrándola en sus manos. Le pregunté sí era suya, por inercia, me dijo que era un regalo de un familiar cercano. “Cuando quieras bajas por un café”, le dije. Fue amable, por un momento me pareció una persona conocida.

El fin de semana siguiente Leobardo realizó una reunión en su departamento, a la cual fui invitado. Naturalmente, no llegué. Al siguiente día fue a tocar la puerta y llevarme algo de comida. Platicamos largo tiempo, me percaté que yo no trabaja, también que no salía. Tras aquella plática llegaba a diario después del trabajo, me contaba sobre lo sucedido, por días pensé si no tenia pareja era gay o cosas extrañas. Con el paso de los días descubrí que era así de ligero, que le caía bien al grado de facilitarme un espacio de trabajo en su departamento de la empresa donde trabajaba.

En realidad, pienso que Leobardo ayudó más que Leandro en mi proceso de duelo con Lucrecia. En la tercera semana de mi mes opaco, comenzamos a salir a bares, incluso lugares donde podíamos ligar, a mi no me caía ni una gripe, en cambio, él tenía un pegue que Dios guarde la hora. Siempre llegaba con una chica. En alguna ocasión después de la escandalosa fornicada que tuvo, bajó a mi depto. con su sonrisa de oreja a oreja y me dijo, vas, que quiere contigo la nica, la chica era de nacionalida nicaraguense. Yo subí con el fin de no sé que cosa, comencé a platicar con Leonia, no sé como se trabó una conversación sobre chismes de la escuela de Frankfurd: amantes, presupuestos, en fin, supe que había sido una becaría de Axel Honnet.

La segunda parte de la plática, comenzamos a hablar sobre Marcuse y terminamos hablando de Adorno, o al menos es lo que recuerdo. En realidad entre su ágil manera de sincronizar ideas y su movimiento pendular de su cabellera rizada, poco espacio había para mantener en mi cabeza. En algún momento quedamos dormido, a veces balbuceando, a veces diciendo palabras cortas. Amaneció con ese aroma a huevos recién cocidos, que típicamente cocinaba Leobardo. Desayunamos los tres juntos, hablamos de muchas cosas, de nuestra infancia, adolescencia, y algo sobre nuestro presente. Leonia se despidió diciéndonos que ya tenía quien le llenará la pucha y el intelecto, solo faltaba un poeta. Así que como muchas personas más, no le vimos hasta tiempo después.

Mientras tanto fragüe mi amistad con Leobardo de una manera poco convencional. Nuestra relación era peculiar, como las relaciones de amistad que sabes serán de tiempo. Aparecía, como ya lo había dicho, después de la jornada de trabajo, llegaba generalmente con cervezas para conversar. En algún momento mi refrigerador estaba lleno de cervezas, así que le llamaba indicándole que no trajera ese día más alcohol. Hablábamos de todo y nada, del sofá, de los vecinos, de las vecinas, de los compañeros de trabajo, de Lucrecia, en fin.

Al finalizar el mes, me comentó que había una vacante en su empresa, que se ajustaba a mi o al revés, no lo recuerdo. Así que yo sin empleo, avergonzado de seguir pidiendo a los padres apoyo económico, acepté, así que justo en el mes de duelo, salí lento sabiéndome desempleado en busca de mi futuro. Todo se conjugo, me indicaron que era la persona que esperaban, que sin lugar a dudas la empresa y yo saldríamos ganando, todas esas cosas que solo ellos se creen y las finanzas privadas han generado como discursos productivos por este capitalismo tardío.

El sofá seguía ahí, algo de emoción se desprendió al llegar a mi departamento aventándome a él. Pronto quedé dormido. Extrañamente dormí cinco horas, Leobardo me despertó, preguntándome como me había ido. Me puso al tanto de lo necesario, algo de las relaciones laborales que tenía que cuidar, que proteger, que mantener, en fin, todo aquello que un buen mentor te informa al saber a donde llegaras.

El recuerdo permanente de Lucrecia me abordaba, particularmente identifiqué que al tocar el sofá llegaba a mi memoria. Las reuniones con Leobardo continuaron, incluso cuando comenzaron a meter presión para que actuará negligentemente con algunos de sus compañeros, en ese momento llegaba ya con algunos tragos de alcohol, en alguna ocasión me llegó ebrio a las 7 de la noche. “Joven, tenemos que hablar”, le comenté al día siguiente que comíamos un estrepitoso caldo tlalpeño de la fonda de doña jovita.

Comenzó a buscar empleo. Apareció algo en Pachuca, era un trabajo gubernamental, era algo pequeñito pero le gustó la idea de poder desarrollar algunos aspectos que no había concretado. Me despedí de él, tres años después de conocerlo. Así que las cosas empeoraron al paso del tiempo. Quince días después de la llegada a Pachuca, Leobardo llegó, nos pusimos una borrachera con una amiga suya que recién conoció en Pachuca. La mujer en cuestión me preguntó si Leobardo y yo había mantenido una relación de pareja, a su vez, yo pregunté que porque preguntaba eso, respondió que por nuestra relación tan íntima. Más tardé Leobardo me comentó que la mujer mantuvo una idea sobre su futuro casamiento y demás cosas que impactan a un soltero que no le importa lo más mínimo.

Leobardo me llamó un miércoles para preguntarme si estaba interesado en un empleo. Así, que me dirigí a Pachuca. Antes de salir de Queretaro invité a un par de amigas al departamento con las que mantuve una fiesta por tres días, comimos, nos embriagamos, vomitamos, tuvimos sexos entre dos, entre tres, casi todo en el sofá, que como lo he mencionado siempre fue el centro de atención en cualquier reunión con amigos, camaradas, colegas, vendedores, Testigos de Jehova, mormones, en fin.

En aquella ocasión el sofá no quedó tan bien librado. Prina, mi hermosa amiga haitiana, le dio por orinar en el brazo donde descansábamos la cabeza, tan solo recuerdo como abrió sus hermosos muslos y dejó salir un chorro de orina que no ceso hasta que Vilma acaricio su pecho izquierdo. Yo solo pude observar el ventanal y pensar en el futuro de mi sofá casi eterno. Ese atentado al sofá se sumó con una mancha producto del abundante flujo vaginal que arrojó vilma después de un orgasmo.

Quizás lo que acabó con el ser de mi sofá fue el excremento que tiró Prina en no sé que experimento sexual mantuvo con Vilma. Lo que recuerdo es salir de mi cuarto, después de una ligera siesta, un poco más consciente vi el departamento hecho un asco, la gran mancha de orina en el brazo del sofá, pero esta vez avizoré un pedazo de excremento acuoso en la orilla de mi sillón. Quizás eso acabó con nuestra amistad, tuve un ataque de histeria así que grité, blasfeme, patalee e insulte a estas mujeres que ensuciron mi sofá.

Prima dormida boca abajo apoyada en un cojín saltó, en ese momento Vilma salía del baño con un dildo en su mano derecha. En cuanto escucharon mis gritos se avisparon, trataron de ubicarse con la cantidad de alcohol y un poco de coca que había comenzado a inhalar un día antes, buscaron su ropa, yo empujándolas les di con las puertas en las narices. Ellas sumamente dignas se vistieron en el corredor. Desde mi ventana vi como se tambaleaban y subían al carro de Vilma.

Desconsolado por el destino de mi sofá, llamé pronto a Leobardo, que en ese momento su secretaria me dijo que no podía recibir ninguna llamada, así que 20 minutos después me llamó. Yo lloraba por lo sucedido al sofá, por Lucrecia y porque él, como un mal amigo se había marchado de Queretaro. “¿Estás drogado guey?”, preguntó, “sólo un poco”, respondí. Los siguientes 20 minutos trató de tranquilizarme, en mi proceso de euforia, golpee sillas, puertas y brinque en el sofá.

Desperté en la madrugada. Terminé de empacar. La mudanza llegaría dos días después por las cosas, incluso plastifiqué el sofá para llevarlo a Pachuca, aunque en realidad no estaba muy seguro de eso, de cualquier manera me dirigí a la ciudad de los vientos sin más expectativas que la resaca colgada en esos días de refriega casi esquizofrénica.



Tizayuca, Hidalgo a 14 de abril, 2017

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