Las horas deslumbrantes
El invierno llega con sus
cargas gélidas y sus brazos invocando todos los recuerdos. Así
llegas, a deshoras, con sendos retazos de un pasado, colgado en ese
patio con su Virgen de Guadalupe. Ese jardín que siempre luce
nublado, con los muchos automóviles de alguien, esas viejas
construcciones del siglo XVIII. La tarde se encrespa con tu recuerdo,
ahora con tu cáncer sanguíneo. Tus palabras se van enredando en
todas mis aclaraciones. En los días que se agolparon en la ciudad
del viento.
Así llegas, como este
invierno que descansa en un frente frío. Tu dulce piel te guarda del
viento, ese que siempre es frío, ese que viene de la sierra húmeda
y fría como mi recuerdo. ¿Recuerdas como juntabas las palabras? Era
como para no entenderte, como para resbalar en la confusión que
creamos a raudales. Entre un otoño ventoso y un invierno nunca
racionalizado, cobijamos la armoniosa fantasía de estar siempre
presentes.
Otro día llegó. Esperé
como siempre diez o veinte minutos, llegaste acelerada, saludándome,
con tu calor enmohecido, diciéndome: no, nunca nos veríamos más.
Colgaste tus brazos en mi cuello. Te fuiste volteando, siempre
volteando te fuiste. Ahora, ahora que estas lejos, lejos, lejos, el
invierno gélido que te cubre, no es parte del recuerdo. Tu estancia
en mi ciudad fue la perdida que vuelve ausencia, huida magistral de
lo oculto, no de la magia, es parte de la imposible claridad, con
nuestras dudas, con nuestras ansias que ahora se prolongan en
diferentes latitudes.
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