El hombre de agua


 
No te acusaré de nada.
No mencionaré los daños al corazón
Ni a la razón.
 
Soy el que olvida-dices,
Aterrado por no saber
Como nombrarte
(pareja, amiga, amante…),
Soy ahora ese sueño que se ausenta
Con toda distancia


Frente al balcón se extendía el paisaje más fronterizo que había tenido en mi vida. Una maquiladora a la derecha, un bodegón temible, que hacía apenas unos años servía como bodega de ropa, según me lo contó Rorty. A la izquierda un fraccionamiento llamado el Duero, “¿el Duero?”, qué nombre era ese, en estas tierras feminicidas por qué una unidad habitacional de nombre Duero. Este sol desquicia hasta las personas que nombran fraccionamientos inmobiliarios. Al frente, una reja de no más de un metro y al fondo el desierto, los pastos extendidos hasta el infinito.

Amaneció tarde el día de hoy.  El desierto luce serio hasta las 10 de la mañana, después es un horno intenso. Salí por un libro a la biblioteca, la exposición del siguiente día me lo exigía. Juan el encargado de la biblioteca escuchaba una extraña canción que decia: “Antes de tres días volvería por ti/ antes que me eches de menos”, me selló el libro. Apenas tuve tiempo de salir rápidamente. Llegué a la casa y comencé a llorar, con ese llanto que no sólo era por mi, sino por ti.

Un extraño viernes Anuar me trajo a dos chicas atractivas, una de ellas adicta a Deleuze y su compañera a Zizek.  “¿Desde cuándo no te rasuras?”, me dijo la más delgada. Dos minutos después Zara comenzó hablar de sus dolores con el panadero, acto seguido Nudra comenzaría a hablar de la primavera de Praga. Fue curioso, yo tan sólo me les quedé mirando, así, como cuando pasa algo no tan trascendente en la calle. “¿qué música te gusta?” Me preguntó Zara. Hablamos de nada, como siempre acontece en las conversaciones totalmente trascendentes.

No me percate como me enredé conmigo mismo. Entonces comencé a  hablar. Me decía diciendo que te conocí una noche tranquila, era una noche que sudaba calma. Eras la amiga de mi profesora, sí, de aquella profesora que siempre odié por su extraño acento, extraño acento que se iba en las horas de la mañana de la facultad. Todo el aroma de carne guisada del negocio de comida rápida se amotina en mi recuerdo.  Ese es mi recuerdo de la profesora Rosa. Era joven. También era agradable, pero había algo en su acento que nunca pudo convencerme de su sinceridad.

Así que dividí mi relato en dos amplias partes. La primera comencé contándoles, de aquel verano seco, muy seco.  Al finalizar el curso, recuerdo que fuimos a un lugarcillo que estaba cerca del metro Copilco. Cerveza barata, botana barata. La profa te presentó como su amiga, era raro, jamás me había atraído alguien por sus dedos, tus dedos eran esa parte imperfecta que me atrajo en un primer momento a ti. Supongo que fue el origen de todo el debacle de mi vida, ese profundo e inmenso cuenco que era un hoyo. 

La segunda me enfrasqué en tus palabras llena de albures, ese extraño lenguaje lleno de guarradas con el que siempre hablabas. Desde que te conocí me perturbó todo lo que tenía que ver con tus palabras en doble sentido. Sé ahora, que nunca te pertenecieron, fueron producto de tu cercanía con esos que llamas “cuarentones”. Cada uno de tus actos cuando te acercabas, no era más que un ausentarte a un imaginario que habías construido desde siempre.

El encuentro con Zara y Nudra tan sólo desataron todos los dolores que estaban resguardados aquí.  Sigues presente, con cada uno de tus angustias que son ausencias. Cada una de estas esquirlas que se han vuelto dolorosamente silencio. Me pregunto, por qué estás tan ausente, casi hecha  girones. Me he convencido de tu gran mentira, de tu única y verdadera mentira. Mi ausencia en todo lo que tu eres se ha compaginado con esa grave ausencia casi perdida. Hay una imagen con la que no sueñas, con la que te has echado al mundo y la has subsumido en un deseo que es olvido.

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